domingo, 13 de febrero de 2011

Olivia R, la villa verdadera, junio del 2010


Originalmente escrito en inglés el 15 de julio del 2010. Traducción voluntaria por Joelle Bouchard, profesora de español en Houston, Texas, USA.

Es difícil saber que a los niños que enseñaba vienen de algunos de los barrios más pobres del mundo, lejos de la vista de los visitantes y de la mayoría de la gente que vive al norte de la Avenida Rivadavia. Como alumna estadounidense estudiando en Buenos Aires, no tenía la menor idea a cerca de las injusticias sociales y la pobreza antes de venir a la Argentina. Nuestros programas no nos informan; nos dan hospedaje en los barrios ricos y lugares en las universidades en el norte de la ciudad, lejos de la cruel realidad de la vida diaria de muchas personas. La mayoría de los visitantes, es más la mayoría de los porteños, nunca saben nada a cerca de ese lado de la vida en Buenos Aires. El muro alrededor de la Ciudad Oculta es más que una barrera física; separa a la gente en el interior como si fuera un “Otro” indeseable. Cuando le dije a mi familia anfitriona que iba a trabajar como voluntaria cerca de la villa 15, estuvieron horrorizados, convencidos que alguien iba a robarme, probablemente violarme, y que categóricamente me iban a contagiar los negros con piojos y enfermedades. Esta actitud clasista y elitista me horrorizó. ¿Como puede ser que gente supuestamente culta y “liberal” habría construido estas barreras de discriminación y prejuicio y miedo? ¿Y como se puede vivir en tanta ilusión? ¿Y con más importancia, porque no estaban haciendo nada para aliviar el sufrimiento, o exigiendo los derechos humanos básicos para los que no tienen voz? A la misma vez, pensé en lo que iba a encontrar, y como podría hacer un cambio. ¿Quién fui yo para venir a la Argentina y pensar que sabía mejor, que yo era libre de los mismos prejuicios y miedos? Pensé que sabía como era, y que no estaba tan protegida. Había visto fotos y había investigado lo del barrio. También pasaba los miercoles y jueves enseñando a algunas cuadras del barrio, pero nada me hubiera preparado para en realidad estar dentro de las villas, una experiencia que casi me destrozó. Para ser completamente honesta, también me dió miedo.

A pesar de todo lo que sabía yo, ese día, una sensación de pánico me abrumó como un golpe fuerte en la panza cuando me di cuenta de que había perdido la parada de autobus y de que estaba pasando por las villas: en un lado de la calle los monolitos grises sin alma del núcleo de la residencia transitoria Eva Peron, y en el otro los montones conocidos de materiales baratos que formaron una villa miseria sin fin. Casi llorando, no tuve otra opción menos bajarme y regresar en otro autobus. Aterrorizada, crucé la calle, caminé unas cuadras, y intenté no llamar la atención. Y después esperé. Mirando la apariencia fea de los edificios, las calles sucias, y los perros callejeros, creció el miedo al ver más la pobreza y aparente miseria humana. Me subí al siguiente autobus que llegó, pensando que esto fue mi escape hasta darme cuenta de que el autobus estaba yendo en la dirección equivocada, más por dentro de las villas. Ya tarde para la clase, le hablé a Carmen en el Centro para explicarle que andaba perdida y asustada para bajarme del autobus. Le pedí disculpas por no llegar a tiempo. Me dijo que estuvo bien pero que los niños me estaban esperando. Me puse a llorar.

Después de colgar, todos en mi alrededor se pusieron a preguntarme a dónde quería irme, me dieron palmaditas en la espalda, y me dijeron una y otra vez “tranquila.” Al regresar, el chofer paró en una esquina y señaló hacia Eva Perón. No tuve otra opción. Me bajé y miré la villa miseria. Y depués me puse a correr lejos de ese lugar, y lejos de la realidad – ese monstruo feo de la pobreza y todas las cosas que pensaba que no tenía el poder de cambiar. Pasé corriendo por chozas amontonadas, hombres mirando lascivamente, tiendas sucias, niños descalzos y basura, y la entera escena miserable. Quise escaparme. Debería haber corrido diez cuadras, no lo sé, pero cuando me di cuenta de que me quedé a una cuadra del Centro, me sentí tan aliviada. Me estaba esperando Carmen allí afuera, y no pude evitar caerme en sus brazos y llorar en su hombro. Por un momento, no me dijo nada porque sabía en dónde anduve y de lo que había visto. Los niños me estaban esperando adentro, haciendo su tarea juntos pero con caras ansiosas. Cuando entré en el Centro, se pusieron a mi alrededor, abrazandome y besandome y gritando “¡Seño! ¿Te perdiste? ¡Sos loca!,” y me abrazaron más y me preguntaron si ya era hora de té.

También sabían de lo que había visto y de que me dio miedo, y que no pude caminar por esas villas miserias con la cabeza bien alta negandome del ambiente feo, sin miedo. Me dio miedo su realidad. Yo no era tan valiente como mis alumnos para caminar las mismas calles, y también sabían eso. Pero después de esa experiencia terrible, el muro invisible se cayó; entendíamos y no nos hablamos del asunto. La vida siguió y continuaba, de mi manera pequeña, intentar darles a estos niños algo mejor.

¿Estuve loca? A lo mejor que sí, para creer que podía ayudarlos, y que podrían escapar de esa miseria como yo lo había hecho. Alguien tiene que enfrentar los prejuicios y miedo e injusticias que tiene que aguantar la gente de las villas. Y a veces, la realidad te tiene que dar una cachetada para que te des cuenta que hay esperanza; que las paredes de opresión se van a caer. Tienes que creerlo, ¿o qué esperanza hay?

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